La última vez que visité San Miguel de Allende, Guanajuato, no podía ni entrar a un bar. Sí, los más de diez años sin recorrer sus callecitas empedradas ni chacharear canastas de flores secas en la Plaza Principal, ya reclamaban una visita. Así que le insistí a René que merecíamos un descanso del estrés que los últimos días nos había sofocado, hicimos las maletas y nos fuimos.
El paseo nos duró cuatro días: de viernes a lunes. Y aunque creíamos que serían suficientes, descubrimos que la propuesta cultural y gastronómica de San Miguel alcanza para mucho más. Como reservamos nuestro hotel de un día para otro, no conseguimos llegar a Casa de Liz. En su lugar escogimos uno más modesto, pero muy limpio llamado Casa de las Conservas. En el Bed & Breakfast producen sus propias salsas, mermeladas y pan, por lo que al llegar a hacer nuestro check in, las ráfagas de mantequilla y canela nos dedicaron un baile de bienvenida.
Luego de instalarnos en nuestro cuarto, salimos en búsqueda del Tío Lucas, un restaurante que un tío muy querido, que ya lleva años y años viviendo en Celaya, Guanajuato, con mucha emoción nos recomendó. El lugar me sorprendió: la fachada, muy pintoresca, tiene en la parte superior una fila de macetas de diferentes formas y tamaños con sus plantas verdes y rebosantes. Una vez adentro, se revela un patio muy fresco y alegre, con una concha en una esquina donde un trío desafina plácidamente un “Si nos dejan”.
Para brindar por nuestra escapada romántica, pido un Merlot y Ren una Corona. Al centro, un queso fundido con chorizo. Echamos un vistazo al menú, los precios son un poco altos, pero no exagerados y estamos decididos a disfrutar. El queso, con tortillas recién hechecitas, es vasto y delicioso, así que de plato fuerte me limité a ordenar una sopa de tortilla, ¡de verdad exquisitísima! El Panzón sí pidió su Tampiqueña que, como debe ser, incluye un par de enchiladas, arroz, frijoles y guacamole con totopos. Terminamos realmente satisfechos y con un soponcio que de plano nos mandó a dormir temprano, no sin antes entrar a un par de boutiques a admirar la ropa hecha a mano con bordados indígenas, pero cortes modernos.
Nos levantamos al día siguiente y desayunamos en el hotel. Los vasos de fruta con yogur y los huevos rancheros nos revivieron los ojos y ánimos para explorar durante todo el día. Nuestra primera parada fue el Centro Cultural Ignacio Ramírez El Nigromante. El recinto es parte del Instituto Nacional de Bellas Artes y fue construido inicialmente (1755 inició) como un convento. Y después de ser convento, colegio para señoritas, cuartel de la Revolución y escuela de Bellas Artes, terminó en la ruina y fue entregado al INBA. Como centro cultural se inauguró hasta 1962. Tanta historia se filtra de sus arcos, patios y escalinatas; de sus paredes que albergan lo más reconocido de la escena artística de la región; de sus murales de Siqueiros y Pedro Martínez. ¡Vale mucho la pena entrar y además es gratuito!
Conocimos después la Iglesia de la Purísima Concepción y luego caminamos hasta Jardín Allende (el parque principal), donde sin faltan seguían vendiendo, como desde hace diez años, adornos de flores secas, globos, dulces, helados y frituras.
En nuestro recorrido por las callecitas de colores encontramos una boutique/galería enfocada a cosas de interiorismo y hogar. Con un patio iluminado y enriquecido por una pared de agua, llamó mi atención y me insistió a ingresar. Ya adentro me enamoré de una silla tejida de mimbre, como una silla Acapulco, aunque con un twist. Obviamente, el precio y nuestro cambiante paradero impedía que hiciera algo más que admirarla, así que después de ilusionarme un rato y jugar a la casita, salimos y mejor nos dirigimos a encontrar otro lugar que curiosear.
Dimos con Nudo, una galería que exponía grabados de los famosos papalotes de Francisco Toledo; avistamos tienditas con floreros y vajillas enteras con puntos coloreados; consideramos comprar macetas y jarrones en Trinitate; y seguimos a dos muñecotes de papel maché y a un par de novios que salían de la Parroquia de San Miguel Arcángel, antes de concluir que teníamos hambre y que La Parada era la siguiente parada en nuestro itinerario.
Con la caminata y el calorcito, los ceviches y tiraditos de La Parada (restaurante de cocina peruana) se nos antojaban más que otra cosa. El lugar, como casi todos en este pueblo Patrimonio de la Humanidad, se mantenía fresco, ligero y lleno de buena vibra. Con un pizco sour y una copa de vino blanco bien, elegimos porciones minis de cada ceviche y tiradito para no quedarnos con las ganas. Además, un Arroz Afrodisiaco, con camarones, calamar y otros mariscos completó nuestra comida. Nos habíamos sentado en la barra (¡el lugar estaba atascado!), pero resultó un acierto, pues platicamos con un par de americanos jubilados que nos recomendaron un lugar para que desayunáramos al día siguiente, y además quedamos a la pasada de la gente que entraba y salía, y entre dicho tumulto dimos con JP Partida y Luis Lozano, ¡súper buenos amigos y mejores wedding planners del mundo!
Tomar un descanso y lavarnos los dientes y la cara requirió que regresáramos al hotel. Pero una vez cambiados y refrescados, salimos directito al rooftop Luna del Rosewood Hotel a tomar unos drinks y encontrarnos nuevamente con Juan Pablo y Luis. ¡La vista es espectacular y los tragos con mezcal pronto comenzaron a hacer su efecto! En lo que menos pensábamos, ya todos nos estábamos moviendo nuevamente por las calles mágicas de San Miguel y hasta El Pescau, donde siguieron fluyendo los tequilas y también (por razones de salud), los tacos.
Terminamos la noche en La 21Única, una cantina que nos vio cantar rancheras y banda y que además nos mantuvo intactos durante la lluvia que acaecía afuera.
No les voy a mentir y confesaré que amanecía al día siguiente con una de las peores crudas que he tenido la desfortuna de vivir. Como pudimos, logramos arrastrarnos hasta Café MuRO, aquél que nos habían recomendado en La Parada. ¡Fue un éxito! Acompañamos el café calientito con un pan casero, mermelada y una salsita picante y necesaria. Ren pidió unos chilaquiles rojos muy muy muy sabrosos y yo unos huevos divorciados con guarnición de chilaquiles en salsa de chile pasilla. El servicio además fue muy atento y amable y quedamos encantados y dispuestos a volver.
El resto de nuestro día transcurrió en más galerías y tiendas, en saborear una nieve de garrafa de fresa y dulce de leche, en entrar a la famosísima e igualmente hermosa Parroquia y en callejonear hasta que llegó la hora de cenar. ¡Y guardamos lo mejor para el final!
En el Hotel Matilda, Enrique Olvera tiene una de sus joyas: Moxi. Ya en sí el hotel es grandioso: moderno, acogedor, de verdad un sello de diseño y vanguardia en San Miguel que vale la pena conocer. El restaurante está en la terraza del hotel, con vista a un mural que arropa la alberca y a los huéspedes que suben relajados después de una aromaterapia en el SPA. ¡La comida fue exquisita! Pedimos de entradas un tamal de frijol con crema de rancho y ceniza de cebolla, y un fetuccini con tomates cherry, aceite de anchoa, chile de árbol y queso parmesano del cual nada más no me podía saciar. De platos fuertes: un lechón confitado, con rábanos y berros y tortillitas recién hechas, y un New York con chichilo y calabacitas orgánicas. ¡Delicioso! Y de postre: un pay de limón con crumble de cacahuate, helado de yogur y merengue de cítricos que de verdad estuvo espectacular. Sin duda Moxi hace honor a su nombre (significa “antojo” en Otomí) y nos deja babeando y alucinando con el día en que regresemos.
Así terminamos nuestra escapada a San Miguel de Allende, con la barriga feliz y nuestra mente despejada. O por lo menos eso creíamos. Porque en nuestro regreso a Guadalajara nos encontramos con una sorpresa: cerca de La Piedad, ¡un campo de girasoles a todo florear! ¡Enloquecí! ¡Paramos el carro en el acotamiento de la carretera y corrimos a ellos a admirarlos, olerlos y tomar fotos. Y ese sí fue el verdadero y hermoso final de nuestro recorrido.