Día 1
Suiza me abrió por primera vez sus puertas cuando aterricé en Ginebra. Con aire helado y promesas de chocolates inolvidables desde el aeropuerto, la que alguna vez fue hogar para Borges, me daba señales de que los siguientes tres días le alcanzarían para engancharme.
Con René sujeto a citas, bancos y oficinas, mi estadía en Ginebra se perfilaba más larga y solitaria. Pero, al revés, por coincidencias que la vida nos otorga, mi estancia se convirtió en un encuentro familiar, de tíos y primas y hasta conmigo misma.
Mi primera mañana transcurrió tranquila: un matcha latté y un croissaint en La Vouivre me regresaron el calor, pero también el sueño y el cansancio que los días anteriores no me había permitido sentir. Así que decidí tomarme la mañana para descansar en nuestro hotel (Kipling Manotel) y reponerme del jet lag y las horas de sueño perdidas. Eso sí, me aseguré de que tuviéramos una cena especial y digna de la hermosa ciudad que me daba la bienvenida.
¿Y dónde y qué cenamos? Luego de una investigación profusa (nos tomamos este asunto de la comida con mucha seriedad), opté por reservar una mesa en Les Armures. Según el New York Times, Trip Advisor, Yelp, entre otras publicaciones, este restaurante ubicado en el centro histórico de la ciudad nos serviría uno de los mejores -si no es que el mejor- fondue del cantón. ¡Y nuestra experiencia fue sensacional! De inicio, el lugar de techos bajos y vigas de madera y el olor robusto del queso, te trasladan a una Suiza más tradicional y menos citadina, ¡tienen hasta una armadura para vigilar que tu velada sea íntima y perfecta!
Compartimos nuestra primera cita con la gastronomía helvética con un amigo y colega de René, y con la compañía extra no podíamos sino aprovechar para pedir más comida y probar de todo. La botella de vino, la canasta de pan y unos pepinillos llegaron a nuestra mesa para abrirnos el apetito.
Pero los verdaderos manjares no llegaron mucho después: un tartar de res, un plato de carnes frías, un carpaccio de salmón con alcaparras y aceite de trufa, un trozo de raclette recién rasurado, papas ralladas estilo hash y un tazón de fondue moitié-moitié (mitad vacherin, mitad gruyere) elevaron nuestra noche.
Y aunque mucha gente podrá decir que la cocina suiza tiene poco de espectacular, quiero constatar que nuestra cena fue sensacional y memorable. Yo, desde hacía mucho, quería probar un verdadero fondue suizo, y cada vez que sumergía un cuadrito de pan a ese tazón rebosante, agradecí no haber dejado la oportunidad pasar. Los sabores, el ambiente, el mesero tan amable, ¡la compañía!, crearon una noche que siempre voy a recordar. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! ¡Claro que cerramos con postre: un creme brulee espectacular!
Día 2
Mi segundo día en Ginebra fue mi favorito y por una sencilla razón: ¡tuve un encuentro con mi familia! Mi tía Angélica, mi prima Anna y Rodolfo (novio de la primera mencionada) viajaron de su hogar a dos horas para visitarme y conocer la ciudad conmigo. ¡El mejor regalo! Y es que para mí que vivo lejos de mis seres más amados, estos encuentros, aunque sean breves, guardan un valor inconmensurable.
Pasaron por mí a las 11 de la mañana y nuestra primera parada fue el Palacio de las Naciones, el centro administrativo y la segunda base de oficinas más importante de las Organización de las Naciones Unidas (ONU). Y aunque no logramos entrar, observar las banderas ondear desde afuera ya transmite una vibra solemne e importante.
Caminamos después al Museo de la Cruz Roja. ¡Qué! Sí, un museo de la Cruz Roja, y contra toda expectativa negativa que puedan tener -y que confieso yo también tuve- el museo me tapó la boca y me dejó una huella. Primeramente, el despliegue tecnológico que atestiguas durante todo el recorrido es suficiente para apantallarte y hacerte entender lo que un país puede lograr con educación y recursos: audioguías automatizadas, proyecciones holográficas y testigos virtuales que recitan sus testimonios con el toque de tu mano sobre su mano, son solo algunas de las sorpresas que me llevé en sus salas.
Y segundo, y sin duda más importante, con tan solo una hora dentro de sus paredes, entendí que la Cruz Roja no es solamente un lugar al que llevan a personas en situaciones vulnerables para que los atienda un médico (¡disculpen mi burda ignorancia!), sino un organismo entregado a la lucha y los esfuerzos necesarios para garantizar dignidad humana a todos los ciudadanos del mundo. Extender ayuda en situaciones de emergencia, apoyar en campos de refugiados, mediar con los prisioneros de guerra, son algunos de sus frentes de batalla.
Luego del museo y de recargar energías y calorías necesarias para enfrentar el frío en La Romántica (una pizza cada quién y una botella de vino logró el cometido), salimos a recorrer y descubrir el centro histórico de Ginebra.
La Catedral de San Pedro fue la parada obligada y no nos decepcionó, pues además de contar con la Capilla Maccabee y sus hermosas pinturas góticas, tuvimos la oportunidad de subir a las torres a admirar la vista y, de pasada y sorpresivamente, la estructura interna del inmueble. El panorama es hermoso: con el lago despeinado por el viento, los tejados de ladrillo y Mont Blanc salpicado de nieve por el otro lado, el lugar es digno de un abrazo acurrucado como los de Angélica y Rodolfo, de una fotografía y de ignorar el frío por más de algunos minutos.
Con los ojos felices de tanta belleza, bajamos mi familia y yo y salimos a caminar en dirección al lago. Queríamos admirar con más detalle su belleza y postrarnos ante el famoso Jet d’Eau, la fuente que tanto exaltan sus residentes. Y aunque por motivos que aún desconozco el chorro de agua se encontraba apagado, la caminata me ganó un momento de risas y plática sustanciosa con mi prima, algo que ningún jet de agua puede superar.
Así nos dirigimos a un café para tomar un postre y tratar de contactar a René, quien seguía trabajando. Cuando por fin dimos con él una hora después, aprovechamos para caminar a lo largo del lago y admirar (y también soñar y bromear) las vitrinas de las tiendas, llenas de joyería fina y relojes que probablemente nunca podremos comprar. Ginebra es cuna de la relojería y la precisión, así que este recorrido frente a las ventanas de Bucharer, Piaget y Brietling es inexcusable.
Con el pretexto de la caminata y con las ganas de extender un poquito más la convivencia antes de su regreso, Ruedi (de cariño para Rodolfo), nos invitó a tomar una copa y a cenar. De verdad que yo no tenía hambre, pero todo sea por tenerlos cerquita un ratito más. Nos metimos entonces a un restaurante italiano con un bar subterráneo. Y con una última copita de vino y platos de pasta compartidos, nos dimos nuestros abrazos y besos de despedida, que aunque un poco tristes, genuinamente agradecidos y satisfechos por las atenciones y la alegre compañía.
Día 3
Mi tercer y último día fue más solitario e introspectivo, pero me las ingenié para recorrer lo que me faltaba de la ciudad y tener un par de gustos gastronómicos. ¿Por dónde caminé? Primero crucé por el puente Mont Blanc para llegar al Reloj Floral, luego continué hacia el corazón del centro histórico y sus calles sinuosas y empedradas; seguí hacia el Parc de Bastions y hasta el Muro de los Reformadores y luego me regresé para comer en Café Papón.
Mi lunch fue digno de mención: con una crema de calabaza y aroma de trufa acompañada de un panecito con un riquísimo foie gras, me aseguré de llenar la barriga sin robarle del apetito que necesitaría para la cena.
Ya con las bases bien cubiertas, emprendí una búsqueda especial y forzosa que todos deben hacer cuando visiten Ginebra. Y es que ninguna visita a esta bella ciudad está verdaderamente completa hasta que no degustas, pruebas y gastas unos buenos francos en chocolates. ¡Y es que el chocolate suizo! Yo me di un gustito en dos casas chocolateras: Laderach y Auer, ¡y quiero decirles que el gasto vale cien por ciento la pena! Bombones, tablas, trufas, rellenos… ¡hay para todos los gustos sin restarle a la calidad de sus productos! Ya de regreso en Panamá, sigo complaciéndome con un cubito de cielo al día.
Mi visita en Ginebra tuvo su conclusión en L’Entrecote Couronne. Otra vez acompañados de un amigo, despedimos la ciudad de la misma manera que la saludamos: con buen vino, buena carne y y una sensación de camaradería.