Familia, chocolates y mi recorrido por Ginebra

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Día 1

Suiza me abrió por primera vez sus puertas cuando aterricé en Ginebra. Con aire helado y promesas de chocolates inolvidables desde el aeropuerto, la que alguna vez fue hogar para Borges, me daba señales de que los siguientes tres días le alcanzarían para engancharme.

Con René sujeto a citas, bancos y oficinas, mi estadía en Ginebra se perfilaba más larga y solitaria. Pero, al revés, por coincidencias que la vida nos otorga, mi estancia se convirtió en un encuentro familiar, de tíos y primas y hasta conmigo misma.

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Mi primera mañana transcurrió tranquila: un matcha latté y un croissaint en La Vouivre me regresaron el calor, pero también el sueño y el cansancio que los días anteriores no me había permitido sentir. Así que decidí tomarme la mañana para descansar en nuestro hotel (Kipling Manotel) y reponerme del jet lag y las horas de sueño perdidas. Eso sí, me aseguré de que tuviéramos una cena especial y digna de la hermosa ciudad que me daba la bienvenida.

¿Y dónde y qué cenamos? Luego de una investigación profusa (nos tomamos este asunto de la comida con mucha seriedad), opté por reservar una mesa en Les Armures. Según el New York Times, Trip Advisor, Yelp, entre otras publicaciones, este restaurante ubicado en el centro histórico de la ciudad nos serviría uno de los mejores -si no es que el mejor- fondue del cantón. ¡Y nuestra experiencia fue sensacional! De inicio, el lugar de techos bajos y vigas de madera y el olor robusto del queso, te trasladan a una Suiza más tradicional y menos citadina, ¡tienen hasta una armadura para vigilar que tu velada sea íntima y perfecta!

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Compartimos nuestra primera cita con la gastronomía helvética con un amigo y colega de René, y con la compañía extra no podíamos sino aprovechar para pedir más comida y probar de todo. La botella de vino, la canasta de pan y unos pepinillos llegaron a nuestra mesa para abrirnos el apetito.

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Pero los verdaderos manjares no llegaron mucho después: un tartar de res, un plato de carnes frías, un carpaccio de salmón con alcaparras y aceite de trufa, un trozo de raclette recién rasurado, papas ralladas estilo hash y un tazón de fondue moitié-moitié (mitad vacherin, mitad gruyere) elevaron nuestra noche.

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Y aunque mucha gente podrá decir que la cocina suiza tiene poco de espectacular, quiero constatar que nuestra cena fue sensacional y memorable. Yo, desde hacía mucho, quería probar un verdadero fondue suizo, y cada vez que sumergía un cuadrito de pan a ese tazón rebosante, agradecí no haber dejado la oportunidad pasar. Los sabores, el ambiente, el mesero tan amable, ¡la compañía!, crearon una noche que siempre voy a recordar. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! ¡Claro que cerramos con postre: un creme brulee espectacular!

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Día 2

Mi segundo día en Ginebra fue mi favorito y por una sencilla razón: ¡tuve un encuentro con mi familia! Mi tía Angélica, mi prima Anna y Rodolfo (novio de la primera mencionada) viajaron de su hogar a dos horas para visitarme y conocer la ciudad conmigo. ¡El mejor regalo! Y es que para mí que vivo lejos de mis seres más amados, estos encuentros, aunque sean breves, guardan un valor inconmensurable.

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Pasaron por mí a las 11 de la mañana y nuestra primera parada fue el Palacio de las Naciones, el centro administrativo y la segunda base de oficinas más importante de las Organización de las Naciones Unidas (ONU). Y aunque no logramos entrar, observar las banderas ondear desde afuera ya transmite una vibra solemne e importante.

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Caminamos después al Museo de la Cruz Roja. ¡Qué! Sí, un museo de la Cruz Roja, y contra toda expectativa negativa que puedan tener -y que confieso yo también tuve- el museo me tapó la boca y me dejó una huella. Primeramente, el despliegue tecnológico que atestiguas durante todo el recorrido es suficiente para apantallarte y hacerte entender lo que un país puede lograr con educación y recursos: audioguías automatizadas, proyecciones holográficas y testigos virtuales que recitan sus testimonios con el toque de tu mano sobre su mano, son solo algunas de las sorpresas que me llevé en sus salas.

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Y segundo, y sin duda más importante, con tan solo una hora dentro de sus paredes, entendí que la Cruz Roja no es solamente un lugar al que llevan a personas en situaciones vulnerables para que los atienda un médico (¡disculpen mi burda ignorancia!), sino un organismo entregado a la lucha y los esfuerzos necesarios para garantizar dignidad humana a todos los ciudadanos del mundo. Extender ayuda en situaciones de emergencia, apoyar en campos de refugiados, mediar con los prisioneros de guerra, son algunos de sus frentes de batalla.

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Luego del museo y de recargar energías y calorías necesarias para enfrentar el frío en La Romántica (una pizza cada quién y una botella de vino logró el cometido), salimos a recorrer y descubrir el centro histórico de Ginebra.

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La Catedral de San Pedro fue la parada obligada y no nos decepcionó, pues además de contar con la Capilla Maccabee y sus hermosas pinturas góticas, tuvimos la oportunidad de subir a las torres a admirar la vista y, de pasada y sorpresivamente, la estructura interna del inmueble. El panorama es hermoso: con el lago despeinado por el viento, los tejados de ladrillo y Mont Blanc salpicado de nieve por el otro lado, el lugar es digno de un abrazo acurrucado como los de Angélica y Rodolfo, de una fotografía y de ignorar el frío por más de algunos minutos.

Con los ojos felices de tanta belleza, bajamos mi familia y yo y salimos a caminar en dirección al lago. Queríamos admirar con más detalle su belleza y postrarnos ante el famoso Jet d’Eau, la fuente que tanto exaltan sus residentes. Y aunque por motivos que aún desconozco el chorro de agua se encontraba apagado, la caminata me ganó un momento de risas y plática sustanciosa con mi prima, algo que ningún jet de agua puede superar.

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Así nos dirigimos a un café para tomar un postre y tratar de contactar a René, quien seguía trabajando. Cuando por fin dimos con él una hora después, aprovechamos para caminar a lo largo del lago y admirar (y también soñar y bromear) las vitrinas de las tiendas, llenas de joyería fina y relojes que probablemente nunca podremos comprar. Ginebra es cuna de la relojería y la precisión, así que este recorrido frente a las ventanas de Bucharer, Piaget y Brietling es inexcusable.

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Con el pretexto de la caminata y con las ganas de extender un poquito más la convivencia antes de su regreso, Ruedi (de cariño para Rodolfo), nos invitó a tomar una copa y a cenar. De verdad que yo no tenía hambre, pero todo sea por tenerlos cerquita un ratito más. Nos metimos entonces a un restaurante italiano con un bar subterráneo. Y con una última copita de vino y platos de pasta compartidos, nos dimos nuestros abrazos y besos de despedida, que aunque un poco tristes, genuinamente agradecidos y satisfechos por las atenciones y la alegre compañía.

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Día 3

Mi tercer y último día fue más solitario e introspectivo, pero me las ingenié para recorrer lo que me faltaba de la ciudad y tener un par de gustos gastronómicos. ¿Por dónde caminé? Primero crucé por el puente Mont Blanc para llegar al Reloj Floral, luego continué hacia el corazón del centro histórico y sus calles sinuosas y empedradas; seguí hacia el Parc de Bastions y hasta el Muro de los Reformadores y luego me regresé para comer en Café Papón.

Mi lunch fue digno de mención: con una crema de calabaza y aroma de trufa acompañada de un panecito con un riquísimo foie gras, me aseguré de llenar la barriga sin robarle del apetito que necesitaría para la cena.

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Ya con las bases bien cubiertas, emprendí una búsqueda especial y forzosa que todos deben hacer cuando visiten Ginebra. Y es que ninguna visita a esta bella ciudad está verdaderamente completa hasta que no degustas, pruebas y gastas unos buenos francos en chocolates. ¡Y es que el chocolate suizo! Yo me di un gustito en dos casas chocolateras: Laderach y Auer, ¡y quiero decirles que el gasto vale cien por ciento la pena! Bombones, tablas, trufas, rellenos… ¡hay para todos los gustos sin restarle a la calidad de sus productos! Ya de regreso en Panamá, sigo complaciéndome con un cubito de cielo al día.

Mi visita en Ginebra tuvo su conclusión en L’Entrecote Couronne. Otra vez acompañados de un amigo, despedimos la ciudad de la misma manera que la saludamos: con buen vino, buena carne y y una sensación de camaradería.

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Recorro el 2016

Pareciera que cada 365 días (o 366 de vez en vez) me siento frente a la computadora o un cuaderno o simplemente en el carro mientras cruzamos alguna calle transitada en nuestro recorrido a alguna fiesta, cena o discoteca, y reflexiono sobre el año que dejo atrás. Pienso en los libros que leí (este año fueron pocos, confieso), en los restaurantes que visité, en las amistades que gané y aquellas que nutrí -o también dejé morir-, en los regalos que envolví y en aquellos que me sorprendieron. Pienso en los viajes: en amanecer entre copos de nieve y la sensación de la escarcha bajo los esquís; en la sal de Playa del Carmen y las aguas iridiscentes de Bacalar; en el clink clink de los casinos y el baby doll que escogí con mi mamá y mi abuela. Pienso en los paseos por las montañas de California, en tantos vientos acariciados con la ventana del coche abajo, y en el recorrido por Coronado que hice en bicicleta con mi familia después de que desempacara la mitad de mi vida en un clóset insuficiente. Pienso en Cancún: en atravesar un camino de jungla con los pies destrozados de tanto bailar una noche antes y llegar al cuarto de palapa y mosaico donde amaneceríamos y dormiríamos desbordantes de amor. Pienso en Venecia, en la costa italiana, en el castillo que Maximiliano erigió en Trieste y en los templos rotos de Corfu. Pienso en el mar, en el azul mañanero y su profundidad durante las horas de amarnos. Pienso en Dubrovnik, en los techos rojos y la ropa colgada al sol, que junto con cada ladrillo de aquella muralla orgullosa cuidaron de nuestros besos y carreritas. Pienso en aquel ocaso, aquel que sobre los viñedos de La Toscana me ensanchaba el pecho, haciéndole un hueco más grande al corazón que tenía prisa por escapar. Pienso en Cinque Terre y los bolillos con jitomate y jamón que nos comimos mientras admirábamos los reflejos de océano y luz en cada casita de color. También pienso en la carretera que nos llevó a Lago di Como, en la champaña que descorchamos y nos tomamos en el balcón; pienso en Milán y en nuestro paseo en góndola en nuestro último día en los canales del Veneto. Pienso en San Diego, en cargar mi playera de México hasta la punta de Rock House Mountain y agitarla como diciendo “¡aquí sigo y tú en mi corazón!”. Pienso en la playa, en la costa escarpada de La Jolla, en  la extensión gris de Los Ángeles, en los taquitos Providencia que en un regreso volví a comer. Pienso en el sol de Tijuana, en los tacos de langosta de Puerto Nuevo y en la gripa que me quiso dar después. Pienso en mi México: en nuestro regreso a casa porque nos quedamos sin una, en la escapada que nos dimos a Tapalpa y y las vacas y los toros que por un ratito nos compartieron su lugar. Pienso en San Miguel de Allende: en sus tiendas y restaurantes frescos, en la silla de mimbre que en una galería fingí querer comprar; pienso en sus monos de papel maché, en la novia afuera de la iglesia, y en sus callejones y miradores que nos velaron mientras regresábamos borrachos y a carcajadas después de tanto caminar. Pienso en el castillo que volví a visitar pensando en mi abuelo. Pienso en Panamá. En sus rascacielos interminables y la vista que desde el 60 tengo al mar. Pienso en los archipiélagos: en aguas calmas y estrellas de mar que conocí por primera vez con mi mamá, que no entendía por qué los kiwis me costarían 60 pesos de ese momento en adelante. Pienso en Colombia, en descubrir un Medellín verde y amable y en hacer lo posible por acabar con una bandeja paisa que tanto disgusto me terminó por dar. Pienso en trepar y sudar 740 escalones para admirar la tierra partida en islotes, las aguas verdes -espesas desde de lo alto-, las nubes frondosas. Pienso en Cartagena: en el sopor envolviente, en los patios de los restaurantes, en la panga que nos llevó a Rosario, en el aguardiente en garrafa y en el aguardiente en tetrapack. Pienso en los muchachos de los tambores, en los disloques de cadera excitantes en el centro de la plaza. Pienso en caminar por sushi sola una noche y en el bikini y la bolsa que me regalaste. Pienso en regresar. Pienso en Casco Viejo: en la pasta con trufa que disfrutamos y la botella de vino que nos impidió pasar del restaurante al bar; en la boutique de chocolates donde me tomé un café y en la terraza que nos invitó a cenar. Pienso en Bocas del Toro: en convertir mi intuición de que cada playa es un paraíso en certeza mientras te observaba lanzar un palo de un lado a otro del cayo como si fueras un niño que sólo quisiera jugar. Y finalmente pienso en Vallarta -de donde escribo ahorita entre lágrimas y llena de humildad. Mi Vallarta tan azul y hermosa como siempre: en sus playas escondidas y verdes que mi hermana me revela, en sus atardeceres rosas, en las tortugas amorosas, en las caminatas por la arena, en Django revolcado por las olas -pero nunca soltando el frisbee de su boca-, en abrazar a mis papás, y en las ballenas que cada diciembre vienen a bailar, a ayudarme a recordar y revivir el año para que llena de agradecimiento, y siempre con un toque de melancolía, no tenga miedo de soltar.

Weekend getaway a San Miguel de Allende

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La última vez que visité San Miguel de Allende, Guanajuato, no podía ni entrar a un bar. Sí, los más de diez años sin recorrer sus callecitas empedradas ni chacharear canastas de flores secas en la Plaza Principal, ya reclamaban una visita. Así que le insistí a René que merecíamos un descanso del estrés que los últimos días nos había sofocado, hicimos las maletas y nos fuimos.

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El paseo nos duró cuatro días: de viernes a lunes. Y aunque creíamos que serían suficientes, descubrimos que la propuesta cultural y gastronómica de San Miguel alcanza para mucho más. Como reservamos nuestro hotel de un día para otro, no conseguimos llegar a Casa de Liz. En su lugar escogimos uno más modesto, pero muy limpio llamado Casa de las Conservas. En el Bed & Breakfast producen sus propias salsas, mermeladas y pan, por lo que al llegar a hacer nuestro check in, las ráfagas de mantequilla y canela nos dedicaron un baile de bienvenida.

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Luego de instalarnos en nuestro cuarto, salimos en búsqueda del Tío Lucas, un restaurante que un tío muy querido, que ya lleva años y años viviendo en Celaya, Guanajuato, con mucha emoción nos recomendó. El lugar me sorprendió: la fachada, muy pintoresca, tiene en la parte superior una fila de macetas de diferentes formas y tamaños con sus plantas verdes y rebosantes. Una vez adentro, se revela un patio muy fresco y alegre, con una concha en una esquina donde un trío desafina plácidamente un “Si nos dejan”.

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Para brindar por nuestra escapada romántica, pido un Merlot y Ren una Corona. Al centro, un queso fundido con chorizo. Echamos un vistazo al menú, los precios son un poco altos, pero no exagerados y estamos decididos a disfrutar. El queso, con tortillas recién hechecitas, es vasto y delicioso, así que de plato fuerte me limité a ordenar una sopa de tortilla, ¡de verdad exquisitísima! El Panzón sí pidió su Tampiqueña que, como debe ser, incluye un par de enchiladas, arroz, frijoles y guacamole con totopos. Terminamos realmente satisfechos y con un soponcio que de plano nos mandó a dormir temprano, no sin antes entrar a un par de boutiques a admirar la ropa hecha a mano con bordados indígenas, pero cortes modernos.

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Nos levantamos al día siguiente y desayunamos en el hotel. Los vasos de fruta con yogur y los huevos rancheros nos revivieron los ojos y ánimos para explorar durante todo el día. Nuestra primera parada fue el Centro Cultural Ignacio Ramírez El Nigromante. El recinto es parte del Instituto Nacional de Bellas Artes y fue construido inicialmente (1755 inició) como un convento. Y después de ser convento, colegio para señoritas, cuartel de la Revolución y escuela de Bellas Artes, terminó en la ruina y fue entregado al INBA. Como centro cultural se inauguró hasta 1962. Tanta historia se filtra de sus arcos, patios y escalinatas; de sus paredes que albergan lo más reconocido de la escena artística de la región; de sus murales de Siqueiros y Pedro Martínez. ¡Vale mucho la pena entrar y además es gratuito!

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Conocimos después la Iglesia de la Purísima Concepción y luego caminamos hasta Jardín Allende (el parque principal), donde sin faltan seguían vendiendo, como desde hace diez años, adornos de flores secas, globos, dulces, helados y frituras.

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En nuestro recorrido por las callecitas de colores encontramos una boutique/galería enfocada a cosas de interiorismo y hogar. Con un patio iluminado y enriquecido por una pared de agua, llamó mi atención y me insistió a ingresar. Ya adentro me enamoré de una silla tejida de mimbre, como una silla Acapulco, aunque con un twist. Obviamente, el precio y nuestro cambiante paradero impedía que hiciera algo más que admirarla, así que después de ilusionarme un rato y jugar a la casita, salimos y mejor nos dirigimos a encontrar otro lugar que curiosear.

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Dimos con Nudo, una galería que exponía grabados de los famosos papalotes de Francisco Toledo; avistamos tienditas con floreros y vajillas enteras con puntos coloreados; consideramos comprar macetas y jarrones en Trinitate; y seguimos a dos muñecotes de papel maché y a un par de novios que salían de la Parroquia de San Miguel Arcángel, antes de concluir que teníamos hambre y que La Parada era la siguiente parada en nuestro itinerario.

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Con la caminata y el calorcito, los ceviches y tiraditos de La Parada (restaurante de cocina peruana) se nos antojaban más que otra cosa. El lugar, como casi todos en este pueblo Patrimonio de la Humanidad, se mantenía fresco, ligero y lleno de buena vibra. Con un pizco sour y una copa de vino blanco bien, elegimos porciones minis de cada ceviche y tiradito para no quedarnos con las ganas. Además, un Arroz Afrodisiaco, con camarones, calamar y otros mariscos completó nuestra comida. Nos habíamos sentado en la barra (¡el lugar estaba atascado!), pero resultó un acierto, pues platicamos con un par de americanos jubilados que nos recomendaron un lugar para que desayunáramos al día siguiente, y además quedamos a la pasada de la gente que entraba y salía, y entre dicho tumulto dimos con JP Partida y Luis Lozano, ¡súper buenos amigos y mejores wedding planners del mundo!

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Tomar un descanso y lavarnos los dientes y la cara requirió que regresáramos al hotel. Pero una vez cambiados y refrescados, salimos directito al rooftop Luna del Rosewood Hotel a tomar unos drinks y encontrarnos nuevamente con Juan Pablo y Luis. ¡La vista es espectacular y los tragos con mezcal pronto comenzaron a hacer su efecto! En lo que menos pensábamos, ya todos nos estábamos moviendo nuevamente por las calles mágicas de San Miguel y hasta El Pescau, donde siguieron fluyendo los tequilas y también (por razones de salud), los tacos.

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Terminamos la noche en La 21Única, una cantina que nos vio cantar rancheras y banda y que además nos mantuvo intactos durante la lluvia que acaecía afuera.

No les voy a mentir y confesaré que amanecía al día siguiente con una de las peores crudas que he tenido la desfortuna de vivir. Como pudimos, logramos arrastrarnos hasta Café MuRO, aquél que nos habían recomendado en La Parada. ¡Fue un éxito! Acompañamos el café calientito con un pan casero, mermelada y una salsita picante y necesaria. Ren pidió unos chilaquiles rojos muy muy muy sabrosos y yo unos huevos divorciados con guarnición de chilaquiles en salsa de chile pasilla. El servicio además fue muy atento y amable y quedamos encantados y dispuestos a volver.

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El resto de nuestro día transcurrió en más galerías y tiendas, en saborear una nieve de garrafa de fresa y dulce de leche, en entrar a la famosísima e igualmente hermosa Parroquia y en callejonear hasta que llegó la hora de cenar. ¡Y guardamos lo mejor para el final!

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En el Hotel Matilda, Enrique Olvera tiene una de sus joyas: Moxi. Ya en sí el hotel es grandioso: moderno, acogedor, de verdad un sello de diseño y vanguardia en San Miguel que vale la pena conocer. El restaurante está en la terraza del hotel, con vista a un mural que arropa la alberca y a los huéspedes que suben relajados después de una aromaterapia en el SPA. ¡La comida fue exquisita! Pedimos de entradas un tamal de frijol con crema de rancho y ceniza de cebolla, y un fetuccini con tomates cherry, aceite de anchoa, chile de árbol y queso parmesano del cual nada más no me podía saciar. De platos fuertes: un lechón confitado, con rábanos y berros y tortillitas recién hechas, y un New York con chichilo y calabacitas orgánicas. ¡Delicioso! Y de postre: un pay de limón con crumble de cacahuate, helado de yogur y merengue de cítricos que de verdad estuvo espectacular. Sin duda Moxi hace honor a su nombre (significa “antojo” en Otomí) y nos deja babeando y alucinando con el día en que regresemos.

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Así terminamos nuestra escapada a San Miguel de Allende, con la barriga feliz y nuestra mente despejada.  O por lo menos eso creíamos. Porque en nuestro regreso a Guadalajara nos encontramos con una sorpresa: cerca de La Piedad, ¡un campo de girasoles a todo florear! ¡Enloquecí! ¡Paramos el carro en el acotamiento de la carretera y corrimos a ellos a admirarlos, olerlos y tomar fotos. Y ese sí fue el verdadero y hermoso final de nuestro recorrido.

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La Caneva de Andrea: pasta al dente y sabor auténtico en la ciudad

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Hay algunos lugares que por su manera de preservar la tradición se llenan de un encanto especial. Lugares que por tener una miríada de fotografías, carteles, posters, cartas y cachivaches en sus paredes y estanterías capturan un ambiente acogedor, calientito, como de casa de antaño donde la comida sólo puede salir deliciosa. Así es La Caneva de Andrea (en Gabriel Castaños 2763, casi sobre la Glorieta Minerva). Así, como recién salido de esa región al norte de Italia, el restaurancito guarda su encanto acogedor y prepara pastas que haría que cualquier nonna se sintiera orgullosa.

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La primera vez que visité La Caneva de Andrea fue por invitación de mi padre. Pocas veces nos toca comer a él y a mí solitos, y un día que ni mamá ni mi hermana se encontraban en la ciudad, y que por varias razones no nos habíamos visto en días, nos citamos ahí. Era martes o jueves lo cual lo hizo más especial, nunca como con mi padre -en realidad casi ni lo veo- entre semana. Como mi papá ya conocía este rincón maravilloso, tomó la batuta y ordenó la carta de vinos y las entradas sin chistar. Me dijo: “tienes que probar estos mejillones, están buenísimos”, mientras pedía un Villa Montefiori cabernet-sangiovese. También pedimos una ensalada.

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En lo que llegaban las entradas leímos el menú con minucia, ¡y todo se nos antojaba! Y aunque las carnes al brandy y los robalos alcaparrados me llamaban la atención, el ambiente en el restaurante me aseguraba que si quería comer algo realmente tradicional y exquisisto debía pedir una pasta. No sé, parecía que la atmósfera me aseguraba que cada tira de fetuccini estaría al dente. Llegaron los mejillones y, ¡no he probado en la ciudad mejillones más deliciosos que estos! Preparados con limón, vino blanco, hierbas aromáticas y conchas bien frescas, son una entrada que no pueden dejar de pedir. De hecho, ayer que volví con toda la familia los ordenamos sin pensarlo dos veces y me supieron igual o más sabrosos que la primera vez. La ensalada también la disfrutamos mucho.

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Tomamos vino y llegaron los fuertes. Mi papá sí optó por un salmón al finocchio. Yo, en cambio pedí el tagliatelle con sbrise e tartufo, o sea con hongos, setas, cebolla, ajo y aceite de trufa negra. La verdad es que soy fan de la trufa negra, así que cuando leo esas palabras en el menú mi inclinación a dicho platillo aumenta. ¡El tagliatelle me encantó! La pasta estaba cocinada a la perfección y era, además, una porción abundante. El salmón también se me hizo muy sabroso y sería sin duda algo que pediría en próximas visitas.

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Antes de platicarles sobre el postre y el café, les cuento que ayer volví a La Caneva de Andrea, en esta ocasión con la familia completa. ¡Todos quedamos muy satisfechos! Además, hace mucho que no comíamos los cuatro juntos -¡ha habido muchos viajes  y salidas últimamente!- por lo que fue aún más bonita la experiencia. Volvimos a pedir vino y, claro, los mejillones y en lo que traían los fuertes nos pusimos al día. Que cómo nos va en el trabajo a Marifer y a mí, que cómo estuvo la boda en Monterrey, que si nos parecen las nuevas políticas del club del cual somos socios, que qué falta para mis próximas nupcias legales. No es mentira cuando les escribo que el restaurante, con su piso de madera y luces ámbar, permite este arropamiento y esta cercanía hasta en la plática.

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En esta última ocasión la pasta volvió a predominar la mesa: fetuccini con anitra (pasta al huevo con salsa de carne molida de pato estofada y láminas de parmesano), ravioli con cangrejo y salsa rosa y gnocchi (sé que esto no es pasta, pero como que entra en la categoría, ja) con salsa cremosa de jtomate y camarones. Mi mamá pidió el filetto San Martino, un corazón de filete con salsa de higos, arúgula en balsámico y queso paremsano, ¡exquisito!

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Ya relajados con el vino y la panza llena, sólo yo quise pedir postre. Cuando mi papá me llevó pedimos un cannolo alla siciliana, pero esta vez se me antojó más un tradicional gelato de stracciatella (a base de leche con trozos finos de chocolate). La porción es abundante, y todos terminando metiéndole la cuchara y disfrutándolo.

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He comido tan rico y disfrutado tanto cada vez que voy a La Caneva de Andrea que quiero que ustedes lo visiten y lo comprueben, que sientan esa misma familiaridad y acogimiento por parte del lugar, los meseros y la propia comida calientita. ¡Aprovechen este fin de semana y conózcanlo! ¡No los va a decepcionar! Por mi parte, seguiré yendo, espero que en compañía de mi familia y de gente que quiero para que todo me sepa aún mejor. ¡Gracias!

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Para días de confort: La Pastería

IMG_4095A veces tienes días agobiantes: te levantas tarde y no llegas a tu clase de baile, tiran cosas tuyas-sin querer, aunque no por eso menos frustrante- que son especiales, buscas un libro y ninguno llena tus expectativas y, a la hora de comer comienzan a derrumbar la casa de a un lado y no puedes escuchar nada. Todos tenemos días así, en los que parece que nada saldrá como queremos y que las horas que faltan antes de llegar a la cama estarán plagadas de imprevistos y contratiempos.

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Pero las cosas, los días, los malos momentos siempre pueden mejorar, o por lo menos pueden perder su importancia. Sólo es cuestión de tomarse un segundo y respirar, recordar por qué hacemos lo que hacemos o por qué vamos a donde vamos. Y una manera de reencontrarnos y conseguir un rato tranquilo para sosegarnos es abriéndole espacio a una buena comida. Dedicándonos una hora para saborear con calma y disfrutar de los alimentos antes de regresar a las presiones y a las prisas. Porque no es lo mismo, tragarte un lonche de jamón -que mandaste pedir a la tiendita de la esquina- mientras sigues acribillando la computadora, que despegarte de tu escritorio y pensar, ¿qué se me antoja?, e ir con una mejor disposición a comer para luego volver con la mente despejada y el ánimo mejorado.

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Ayer fue un día así. ¡Hasta una cana me salió para coronar los malos ratos! Y a pesar de todos los pendientes y de mi actitud resignada a la mala fortuna, cuando mi mamá me preguntó que qué quería comer no dudé en decir: “vamos a La Pastería”. Mi respuesta bien pudo haber sido “nada”, pero en el fondo sabía que tendría que comer y que sería mejor comer algo que me apeteciera y me hiciera sentir segura.

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No sé por qué La Pastería de pronto tiene ese efecto en mí. Será quizá porque voy con regularidad y entonces se siente como casa. O que las pastas siempre te llegan al dente en platos o cazuelitas hirviendo y me recuerdan un poco a mi mamá (lo tibio nunca nos ha gustado y en casa un plato no está listo si no se le ve el humos salir). O simplemente porque relaciono pasta con confort y permisividad. No sé, pero ayer necesitaba consentirme, y un platón de fusilli de La Pastería fue la opción perfecta.

Las dos sucursales de La Pastería -una en Andares y la otra en Terranova 1171-quedan muy cerca de mi casa, por lo que para mí es muy cómodo y práctico. Sé que es un lugar al que puedo ir y comer o cenar rico, y puedo estar en casa o en el trabajo en un lapso relativamente breve. Además, siempre me atienden súper bien, y me sirven los platillos con prontitud. Para mí, la comida rica, el servicio eficiente y la cercanía convierte en La Pastería en el lugar ideal para recuperar las ganas y regresar a la vida de carreras y presiones.

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¿Qué pedir?

Para comenzar tengo un par de recomendaciones. La tártara de atún es muy sabrosa, los cubitos van acompañados de jitomate y aguacate y toda la torrecita se adereza con reducción de balsámico; la berenjena también es rica, y es una entrada perfecta para días lluviosos o fríos porque llega muy calientita. Mi favorito de la carta es el carpaccio de pulpo, que con limón y un pesto de cilantro siempre me reanima y alegra el corazón.

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Otra cosa que me gusta de La Pastería es que sirven ensaladas copiosas. Nada de que la ensalada sólo es la entrada. Claro, puedes pedir una y compartir, pero si estás a dieta o simplemente quieres algo súper fresco, puedes ordenar una ensalada de atún o camarones y quedarás muy satisfecho y contento. Mi favorita es la Beatrice, que lleva lechugas, setas, espárragos, queso de cabra y una vinagreta muy ligera.

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Para continuar yo realmente sugiero que hagan honor al nombre del lugar y prueben una pasta. Mi antojo constante y selección más frecuente es el fusilli arrabiata. ¡Me encanta! Es un platón de fusilli preparado con salsa pomodoro, crema, peperonccino y un bodoquito de queso mascarpone para coronar, ¡es mi súper máximo! Para mí, la mejor pasta del restaurante, claro, tiene que gustarles el chile porque es algo picosa. Otro clásico en La Pastería es el plato de ravioles, van rellenos de espinaca y nuez y los bañan con una salsa florentina que no tiene pierde. Si más que los caldos rojos y rosas prefieren las preparaciones cremosas, también les tengo un par de sugerencias: el fusilli roccaraso, que lleva un salsa blanca aromatizada, trocitos de portobello, jamón y peperonccino (aparentemente soy fan de las hojuelas de chile; y el fusilli a los cuatro quesos (creo que comienzo a ver un patrón).

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O si de plano la pasta no es una opción, elijan el filete de salmón alcaparrado o el pescado Vongole (con almejas), que también les van a encantar. Como buena comida italiana, sugiere que acompañen su selección con vino.

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Para terminar, ¡y qué manera de hacerlo!, tienen que pedir el postre de la casa: un pastelito muy cremoso -que más pareciera pay- que cruje en la boca y exhala la textura y el sabor de un chocoalte Ferrero Rocher. La verdad es que si te acompañan más de dos personas yo sugiero que pidan dos rebanadas o dos postres distintos para compartir, porque les aseguro que uno no será suficiente. Si son chocolateros como yo, esta es la opción, no busquen más. Claro, también hay gelato, affogato y otros placeres que pueden probar.

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Después de mi comida en La Pastería, de platicar con mi mamá, de tomarme una copa de vino, mi día comenzó a mejorar. No digo que la comida sea mágica y haya logrado la hazaña, sólo digo que comer en un lugar que te hace sentir feliz y darnos chance de respirar y disfrutar  cuando estamos muy estresados tiene un efecto positivo en nuestros días o por lo menos en la actitud con la que los vivimos.

¿Qué restaurantes tienen en ustedes este efecto? ¿A dónde recurren cuando quieren consentirse y encontrar confort? ¡Platíquenme! ¡Quiero saber sus experiencias!